El dilema entre secuestro y narcotráfico


¡Hágale, hermano!
Secuestro, narcotráfico y otras alegres audacias del M-19

Optar por alguna de las dos fuentes de financiación disponibles para los actores armados colombianos, el narcotráfico por un lado, o el secuestro y la extorsión por el otro, implica dilemas que fueron solucionados de manera peculiar por cada organización subversiva y en cada etapa del conflicto.

Los ingresos basados en la droga presentan varios inconvenientes. El primero tiene que ver con la difícil decisión de a quien se protege, si al colono campesino que cultiva la coca o al traficante que compra la pasta, dos actores cuyos intereses coinciden por lo general en las épocas de bonanza de precios pero no en las destorcidas y crisis. La defensa del eslabón más débil de la cadena del narcotráfico presenta ventajas políticas, es más consistente con el ideario revolucionario, pero tiene costos que no son despreciables. Por una parte, requiere de una importante infraestructura administrativa, no sólo para el cobro de los tributos a un número grande de pequeños contribuyentes sino para atender la demanda, más allá de las labores militares, por servicios políticos y paraestatales. “A medida que crece el aflujo de inmigrantes atraídos por la rentabilidad de la coca, la guerrilla se esmera en propagar su ideología, se abre a la idea de un trabajo político intenso con la población, que parta del reconocimiento de sus necesidades inmediatas … La guerrilla se encuentra requerida para que ejerza niveles de autoridad indispensables, que rebasan sus tareas puramente militares, son tareas policivas en el sentido lato y decimonónico del término” [1].

Las mismas características de estas regiones de frontera, con alta inmigración, y una economía basada en un producto ilegal genera cierto desorden que hace difícil la prestación de estos servicios paraestatales, que por esas mismas razones son valorados y políticamente rentables. “Llegó la bonanza de la coca. Y cuanta persona llegaba a sembrar una hectárea traía cuatro, cinco obreros, estos trabajaban dos, tres meses … Muchos patrones traían era gamines del pueblo, vagos de las ciudades, entonces empezó a darse en la región casi un desorden .. aquí empezaron a darse los robos, y los abusos: el caso de un colono que se le ocurrió ir a una casa y decir ‘me llevo su señora’ por encima de otro colono … Entonces es una cosa absurda, una cosa extralimitada. Bien, y entonces estos señores de las FARC controlaban esto y ellos en cierto sentido organizaron la región” [2].

Así se proteja al colono o al traficante, para el grupo armado se trata de ingresos altamente inestables. En el Cagúan, por ejemplo, entre 1980 y 1982 los precios de venta del kilogramo de cocaína se redujeron en un 90% mientras que los costos de producción casi se duplicaron. De un precio de venta que oscilaba entre U$ 16 mil y U$ 24 mil por kilogramo, y un costo de producción (por Kg) de U$ 2 mil en 1980, se pasó, dos años más tarde, a un precio de venta inferior a los U$ 2 mil por Kg, con unos costos de producción que casi se duplicaron por efecto de la inflación. “Empezó a bajar el precio de la coca: cada ocho días aminoraba $50 (U$ 1) el gramo de merca buena … y comenzó a sentir el grito de la gente porque le tocaba que dar a un precio barato … porque los compradores ya no venían”  [3].

Es claro, sin embargo, que la inestabilidad afecta más al grupo protector de los más débiles que al aliado de los traficantes, para quien las destorcidas de precio no son más que una fase del ciclo, sin mayores consecuencias en términos de demandas sociales o políticas. Para el protector de los cultivadores, por el contrario, la inestabilidad de los precios –algo totalmente por fuera de su control- genera graves problemas sociales, como la inflación en los períodos de bonanza, o el empobrecimiento en las épocas de destorcida que se ven profundizados por alteraciones drásticas y regresivas en la distribución de la propiedad . “Empezó el llorido de la gentes, pues cuando antes una persona se compraba media vaca, ahora se compra media libra de boge; los que tomaban tanto trago, ahora venden dulces en la calle; los que compraban remesas por toneladas ahora la llevan en un morral; los que hablaban de millonadas ahora hablan de centavos … Estos fracasos (la baja del precio de la coca) fueron muy duros para los que nos quedamos, porque llegamos a vivir la crisis … hasta el punto de no tener una libra de azúcar ni de sal, ni un galón de gasolina para poderse movilizar, teniendo enfermos …La destorcida de la bonanza tuvo el efecto de provocar la concentración de la propiedad y del ingreso, porque los que poseían mayores excedentes monetarios acumulados adquirieron a menos precio establecimientos de comercio y de servicios, mejoras de predios y aún pasta procesada y plantes de coca, en previsión de los precios del alcaloide” [4].

La financiación basada en el secuestro presenta como principales ventajas los menores requerimientos de estructura burocrática, la consistencia con el discurso de redistribución de la riqueza, y de castigo a la clase explotadora, y, además, el mayor control que se tiene sobre el flujo de los ingresos. Se puede plantear la analogía con un régimen fiscal basado en el impuesto a la riqueza que por definición es más estable y predecible que otro constituido por  aranceles a la producción o exportación de un producto con altas variaciones en los precios. La gran limitación del secuestro es de naturaleza política algo que, como se ha visto en Colombia, se puede mitigar orientándolo hacia personas foráneas a las comunidades, o territorios, considerados políticamente relevantes. 

Extrañamente, para la mayoría de los grupos subversivos colombianos, ha sido siempre clara la tendencia a aceptar que se secuestra y, simultáneamente, a ocultar la participación en el narcotráfico. Es difícil no percibir aquí una herencia de la tradicional distinción que se ha hecho en Colombia entre el delincuente político –de mejor estatus y moralmente autorizado a actividades que, como el secuestro, afectan ante todo al establecimiento tradicional- y el delincuente común dentro del cual se ha encajado, en forma independiente de su poder, a los narcotraficantes [5]

El recurso a estos dos tipos de  financiación ha variado entre grupos y a lo largo del tiempo. Para las FARC, lo que se observa desde los ochenta es una división interna de tareas entre sus frentes, especializándose en la protección de los cultivos de coca los establecidos en el sur del país y en el secuestro y la extorsión aquellos que actuaban en el resto de las regiones. En buena medida, las FARC fueron adoptando progresivamente un esquema típico de los protectores privados que consiste en delinquir por fuera del territorio en el que se suministran servicios paraestatales que implican algún tipo de compromiso político con la población. El dilema entre, por un lado, un sistema rentable en términos políticos pero económicamente inestable como la protección de los cultivos de coca y, por otra parte, el esquema del secuestro, con características inversas, parecería haberse resuelto con una especie de diversificación de la cartera militar. No es aventurado suponer que la bonanza cocalera de principios de los ochenta, algo que facilitó un sólido crecimiento de los efectivos de este grupo guerrillero, y la consecuente destorcida en el precio, habrían dejado una amarga lección, una virtual aversión a depender de los tributos a productos de exportación de precio volátil para inducir la conveniencia de buscar las fuentes estables y predecibles de ingresos que, como el secuestro, se requieren para mantener un gran aparato militar. El trauma que produjo la bonanza y destorcida de la coca entre los pequeños productores se puede extender fácilmente a quienes, como las FARC, montaron un aparato militar, policivo y político que dependía del cobro de tributos a esos productores. “Los elevados costos sociales que generaron los ciclos de auge y progreso de la coca tuvieron efectos aleccionadores en lo profundo de la conciencia colectiva, hasta el punto de llegar a formar un consenso entre los colonos del Caguán para evitar que se vuelvan a repetir en el futuro” [6] .

El ELN, por el contrario, se concentró por varios años en las actividades de secuestro y extorsión, en particular a la industria petrolera, permaneciendo relativamente aislado tanto de la protección de cultivos de coca como del tráfico de droga, actividades de las cuales, posteriormente, no habría podido permanecer totalmente al margen. No es una coincidencia que los guerrilleros del ELN, mucho menos numerosos que los de las FARC, hayan tenido siempre una participación en el secuestro más que proporcional a su tamaño. 

Para los grupos paramilitares, a pesar de su relativa heterogeneidad, se puede señalar una  preferencia por la financiación basada en la droga. Su baja cuota en la industria del secuestro se puede explicar por dos razones: la primera es que el origen de varios de estos grupos –tanto los promovidos por los narcotraficantes como por ganaderos y agricultores- ha sido precisamente la protección contra el secuestro por parte de la guerrilla. La segunda es que, a diferencia de los grupos subversivos, nunca han contado con una organización suficientemente sólida y centralizada como para practicar el secuestro a gran escala.

Entre los grupos guerrilleros colombianos, el M-19 es tal vez aquel sobre el cual persiste un mayor misterio en cuanto a los mecanismos de financiación con que contó por aquella época de intensificación del conflicto. De partida, existe una contradicción básica entre las saludables finanzas del grupo y la pretensión de que estas se garantizaron, durante varios años, con lo obtenido como rescate por la toma de rehenes diplomáticos en la Embajada de la República Dominicana en Bogotá a principios de los años ochenta. Síntoma inequívoco de una boyante situación financiera es el mantenimiento, desde principios de los años ochenta, de una activa red internacional. “Existe también un grupo de compañeros que integran la Comisión Exterior del M-19, encargada de la edición de boletines, información sobre la situación en Colombia, denuncias concretas sobre las violaciones a los derechos humanos, organización de los colombianos en el exterior y ayuda a los exilados y perseguidos políticos” [7]. Las relaciones internacionales iban más allá de los contactos logrados a través de los cubanos. En Hernández (1997, p. 598) un ex miembro del M-19 menciona, hacia finales de 1983, un grupo de “panameños, colombianos y ecuatorianos, bajo la dirección del M-19” que partió a un curso para Libia.

En el mismo sentido apuntan  observaciones directas sobre los altos estándares de vida de algunos de sus cuadros. En el momento de su muerte, en 1985, Iván Marino Ospina, dirigente del M-19, cayó en una casa “grande y cara” comprada tres meses antes a nombre de la madre de Elmer Marín en Los Cristales de Cali, “un barrio habitado por nuevos ricos y algo de mafia” [8]. Los indicios de prosperidad son claros aún en la selva. María Jimena Duzán al realizar una entrevista a Bateman en un campamento perdido en las selvas del Caquetá anota sorprendida cómo “a este paraje perdido llegaban vacas y cerdos que serían convertidos en la provisión diaria del campamento … Comían tanto que de tanto verlos perdí el apetito” [9].  Otro detalle sugestivo es la aparente costumbre entre los miembros del grupo en la selva de manejar dólares en efectivo para gastos corrientes. “Tony (el guía que llevaba a María Jimena Duzán a su entrevista con Bateman) pagó el almuerzo en dólares –cosa que me sorprendió-“  [10].

La calidad del armamento con que contaban sus efectivos también es consistente con una favorable situación económica. La misma periodista menciona que los guerrilleros del M-19 “cargaban ametralladoras Uzi, de fabricación israelí … Del río ví salir unas guerrilleras de tez morena acabadas de bañar. Estaban impecablemente vestidas. Noté que tenían las uñas pintadas y que sabían andar entre los charcos, sin embarrarse no obstante el peso de las granadas y municiones que llevaban al cinto … Todos los guerrilleros estaban fuertemente apertrechados. Sus armas eran nuevas y modernas” [11].

A pesar de su claro liderazgo en plagios urbanos en las épocas iniciales de la industria, toda la evidencia disponible apunta a que fue una actividad en la que los del M-19 nunca entraron en forma masiva. Testimonios de sus miembros señalan de manera repetida que limitaron los secuestros a aquellos en los que se podía mantener una faceta política del incidente, presentándolo como un castigo a la oligarquía. Otros sugieren que también se optó por la alternativa de hacer parecer a los encargados de las finanzas como algo ajeno a la estructura del grupo. Al respecto, es diciente el testimonio de un antiguo integrante de un grupo élite fuerza militar (EFM) del M-19 encargado, entre otras actividades de buscar finanzas –tradicional eufemismo colombiano para los secuestros- sobre la situación de su grupo durante los diálogos con la administración Betancur en 1984. “En ningún momento participé en un Diálogo Nacional de esa época. Esta estructura era una de las tantas que estaba escondida a la opinión pública y al gobierno. Nosotros no teníamos ninguna existencia. Nos encargábamos de financiar las labores del Eme. Ni éramos reconocidos ni deseábamos que nos reconocieran como del M-19”  [12].

De todas maneras, en materia de secuestro, existen testimonios que reflejan un grado increíble de tecnificación y profesionalización de la actividad por parte del M-19, que llegó incluso a planear operativos con alianzas internacionales. Jorge Masetti, un ex-oficial de los servicios de inteligencia cubanos relata con detalle el acuerdo logrado entre estos y el M-19 para secuestrar, en un joint-venture, a un ejecutivo norteamericano en Cartagena. “En esa ocasión Pedro Pacho (Gerardo Cobo, del M-19) vino directamente. Tenían previsto el secuestro de un norteamericano, de la empresa petrolera Texaco, que vivía en Barranquilla. Para ellos esta operación cumplía un doble objetivo: político y financiero … ellos se encargarían del trabajo de inteligencia y del secuestro, yo y otros compañeros latinoamericanos, de la detención y del cobro del rescate; y otro grupo de colombianos se encargaría de las negociaciones. Por mi parte, había entablado conversaciones con el MIR chileno, que tenía alguna gente en Cuba, por si necesitaba personal para operar en Colombia .. Los pasajes y los gastos de instalación corrían por cuenta de Piñeiro (jefe de Masetti en Cuba). Los recursos para mantenernos en Colombia mientras durara el trabajo los cubriría el M-19” [13].

Esa alta sofisticación, la complementaban estrechas relaciones con grupos activos en el mercado negro de armas. Vera Grabe, obviamente sin mencionar lo que tales relaciones representaban en términos de tráfico de armamento, habla de la importancia de los contactos con movimientos guerrilleros como “el FMLN salvadoreño, los guatemaltecos, los Montoneros argentinos, el MIR chileno y los sandinistas”  [14].

Si a esto se suman las extrañas amistades con los más prominentes barones de la droga e incluso, como se muestra más adelante, con notorios grupos paramilitares, es apenas sensato poner en duda la pretensión de que los del M-19 estuvieron siempre al margen de las actividades del narcotráfico. Las razones y justificaciones que, posteriormente, han aducido algunos de sus ex-miembros para explicar estos vínculos, reconocidos por ellos mismos, son de una candidez casi conmovedora y tienden a reforzar la impresión, de varios analistas externos, de que el M-19 fue realmente el primer grupo guerrillero colombiano que llegó a autofinanciar su participación en el conflicto gracias a los recursos derivados del narcotráfico. Steinitz (2002)  menciona el caso del M-19 como el origen de la alianza droga/terrorismo en Colombia. En el mismo sentido apunta el EIR (1995, 45), una publicación con estrambóticas teorías conspirativas pero bien conectada con los servicios de inteligencia.

[1] Cubides (1989) p. 251
[2] Entrevista citada por Cubides (1989) p. 252
[3] Cifras y testimonio tomados de Mora (1989) p. 147. 
[4] Mora (1989) pp. 148 y 151.
[5] Ver Rubio (1998)
[6] Mora (1989) p. 153.
[7] Bateman (1982) p. 277.   
[8] “Muere el duro”. Revista Semana # 174, 3-9 de Septiembre de 1985. 
[9] Duzán (1982) p. 219
[10]  Duzán (1993) p. 18
[11] Duzán (1993) pp. 22 a 24
[12] Hernández (1997) p. 598
[13] Masetti (1999) pp. 180-181.
[14] Grabe (2000) p. 156